fotografía: abarzuza.com
Había una vez un ser superior que vivía en una inmensa casa,
rodeado de lo más esplendido y empachado de gloria. Todos se rendían ante él,
todos menos un lacayo.
-¡Mira gran señor! ¡Mira que te estás llenando de ego! ¿No
recuerdas que antes de tener gloria caíste por tu ego?
El ser superior se enfadó con su lacayo y lo echó. Estaba
rebosante y no quería que nadie le llamara la atención sobre las cosas. Solo
escuchaba con alegría las palabras bondadosas.
Un día, se encontró con un topo, un ejemplar al que todos
temían y nadie se atrevía a cuestionarlo. Se había hecho una casa en medio del
reino y se había rumoreado que quería marcharse.
-Señor Topo, no puedes irte. Tú te quedas aquí. Eres el
capitán y un referente.
-Entonces tengo una lista, una lista pequeña. Solo concédeme
estos caprichos y nos irá bien a los dos.
El ser superior aceptó con tal de que el buen topo siguiera
con él en el reino. No habían pasado muchos días desde la victoria que aupó al
ser superior y ya todo parecía distinto. Entonces vinieron de nuevo los malos
días en el reino y volvió el tormento. El ser superior se refugió en su hogar y
pidió ayuda por todas partes hasta que al final un hombre barbudo se acercó
hasta él.
-¿Vienes a ayudarme?
-No, solo vengo a que me recuerdes. Yo era tu lacayo.
-Te recuerdo, ¡fui tan tonto de no hacerte caso! El topo no
quiere ahora irse y aunque todo nos va mal nadie quiere echarlo.
-Te fiaste de un topo, que ni tiene vista y cava hoyos
molestos.
Aquel día fue triste, el ser superior comprendió que no
debía haberse dejado llevar por el ego, ni confiar en quien dice ser amigo y
vive de tus fallos.
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